jueves, 21 de septiembre de 2017

CUENTO Nº 13. LA CASA ENCANTADA


LA CASA ENCANTADA

Érase una vez una casa tan especial y diferente a las demás de su especie que diríase que estaba encantada. De fachada rectangular y blanca, más alta que ancha, con la puerta no demasiado grande y una ventana justo encima de la puerta. En ella vivían Mariluz y su madre.     
         Mariluz, con tres años bien cumplidos, acompañaba a su madre a todas partes y, estuviera donde estuviera, era inevitable que lanzara una serie de preguntas:
         -Mamá, ¿qué es eso? ¿Y qué hay dentro, mamá? ¿Y qué son los colores, mamá?
         -Pues... los colores son... bueno, los colores son los colores de las cosas… Mariluz, ya está bien. Anda, hija, cállate y descansa un poquito.
         En el momento en el que Mariluz, por imperativo maternal callaba, la casa se volvía encantada. Entonces la niña, imaginaba el pasillo de entrada y no veía ni baldosas, ni azulejos, ni cristales... Ella, al contrario que los demás, veía tabletas de chocolate, bombones, frutas escarchadas, carne de membrillo... Si pensaba en las escaleras de acceso a las habitaciones de la planta superior, Mariluz era incapaz de ver las escaleras, la balaustrada, el pasamanos... Mariluz veía que los peldaños eran todos de queso; el pasamanos, una enorme salchicha; la balaustrada varios racimos de uvas trenzados unos con otros...
         Pero el tiempo pasó. Siempre ocurre igual. Puede parecer que no es así, pero el tiempo siempre pasa. Y con el tiempo, las personas.
Muchos días después de aquellos otros en que una niña rubia y delgadita jugueteaba con su padre y corría alegre tras la falda de su madre, la casa encantada se había transformado. Ahora, la casa, antes alta y ancha, era más pequeña y estrecha. En las habitaciones, apenas cabían los muebles imprescindibles. Y en el cuarto de baño, en otro tiempo amplio y brillante, apenas podía asearse una sola persona con alguna comodidad.


Mariluz tampoco era ya rubia y delgadita. La casa había perdido el encanto de otras veces. Sin embargo, Mariluz contemplaba emocionada la cuna en que otra niña, también rubia, gordita y de piel sonrosada, dormía plácidamente.

FIN

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